En los últimos tiempos ha cobrado fuerza en el
mundo occidental el movimiento que se opone a la realización de las corridas de
toros. Un punto álgido lo tuvo en julio del 2010 cuando el Parlamento de
Cataluña, región autonómica de España, prohibió esta actividad a partir de
2012.
Ahora las fuerzas se han concentrado en México,
donde avanza una iniciativa de ley en la Asamblea Legislativa del Distrito
Federal (el Parlamento de la capital mexicana) que busca abolir las corridas.
La polémica está más que puesta con los desencuentros entre los taurinos que
defienden la fiesta y los antitaurinos que se escudan en el ecologismo.
Y mientras la animadversión entre los grupos
antagónicos sube a niveles alarmantes, que en cualquier momento podría desatar
una irracional violencia con desenlaces funestos (y que ojalá no suceda), hay
que conocer a fondo los argumentos de cada bando.
La tauromaquia es una actividad milenaria cuyos
orígenes se encuentran en la antigua Creta, durante la Edad de Bronce. Desde
entonces, el hombre ha lidiado al toro, hasta llegar a su modalidad actual, la
cual se estableció en España (a donde llegó influencia griega) en el siglo XII.
En la fiesta brava, un hombre o mujer a pie o a
caballo, enfrenta al astado siguiendo una serie de patrones que forman parte de
este espectáculo. Se engloba el simbolismo religioso al duelo a muerte que sostiene el animal racional contra el irracional.
Inicialmente, el torero únicamente enfrenta al
toro con el capote, una tela larga con la cual esquiva las embestidas del
astado. Posteriormente, entra un picador a caballo a darle un puyazo al animal
irracional.
A mucha gente, incluidos varios taurinos, no
les gusta este protocolo que, sin embargo, es necesario por una sencilla razón
que puede parecer ilógica: evitar que le dé un paro cardiaco al toro. (Si hay
dudas, se puede preguntar a los doctores el porqué a veces les pinchan los
dedos de las manos hasta causar un sangrado a las personas con problemas de
corazón o presión.)
Después de los picadores, viene la suerte de
banderillas. Las banderillas son unos palos adornados que se clavan en el lomo
del toro y los cuales, irremediablemente, también le causan sangrado por sus pequeños ganchos. El torero
o una persona de su cuadrilla (equipo) especializado se encarga de colocarlas
en el astado.
Por último, el torero vuelve a enfrentar al
animal irracional usando otra tela más chica llamada muleta. Su actuación
termina con la suerte suprema, donde usa una espada denominada estoque y
con la cual le da muerte al toro.
El juez de plaza y el público juzga la
demostración del torero por su variedad en el manejo del capote, banderillas
(si las clavo él) y muleta, así como efectividad en hacer la estocada. Si
cumple con las expectativas, puede recibir desde una oreja del astado, hasta
las dos y el rabo.
Ciertamente el enfrentamiento del torero con el
toro usando el capote y la muleta es un momento esperado y espectacular, por la
asociación que se logra hacer. Pero también es verdad que a muchos taurinos les
encanta más la suerte suprema donde el toro generalmente acaba muerto. Una
situación injusta y cruel a todas luces.
Con esas características, el toreo se acentuó
en España, el sur de Francia y en varios países de Hispanoamérica, hasta
volverse una tradición folclórica. En Portugal adquirió un aparente carácter de
incruento donde al astado se le realiza la lidia, pero no se le mata. Sin embargo, fuera de la plaza se acaba con su vida de forma tortuosa.
¿Cuál es el problema? La fiesta de los toros es
vista por los ecologistas antitaurinos como una forma de maltrato animal, un
acto de tortura que sirve de divertimiento, además de ser un evento anacrónico.
Los taurinos alegan en su defensa que es una manifestación cultural con varios siglos
de existencia y mucha gente vive de ella.
La tauromaquia, como todo, tiene sus puntos
buenos y malos. Lo realmente interesante de la lidia es cuando se da la ya
comentada asociación torero-toro con el capote y muleta. Lo malo es que sí se
le causa un daño al animal irracional (banderillas) y se le mata (estocada), a menos que concedan
indulto en reconocimiento a la bravura del toro.
Ése es el meollo del asunto. El tema se ha
puesto prolijo por las posturas risibles de taurinos y antitaurinos. Los
primeros, conservadores y también morbosos para ver sangre, quieren su
espectáculo intacto antes de seguir el camino portugués. Los segundos, esquizofrénicos
en su afán de suprimir las corridas, han exagerado la realidad del entorno que
rodea a los toros y enseñan un panorama fantasioso.
Particularmente no estamos de acuerdo con las
prohibiciones de cualquier tipo actividad. Hacerlo coarta las libertades y
atenta contra las garantías individuales de las personas, además, propicia en
las personas ese ánimo de desafiar las reglas establecidas y entrar a la
clandestinidad.
Sin embargo, en este caso tan espinoso como es
la fiesta brava está de por medio la vida de un animal o dos (hay toreros que
han muerto por las cornadas).
Si se diera el caso de ser abolida la fiesta
brava, dudamos mucho de su duración. Antes otras actividades como los Juegos
Olímpicos, el boxeo o el fútbol fueron prohibidos por siglos, acusados de ser
eventos satánicos y actos de barbarie. El veto a estos tres acontecimientos se levantó en el
siglo XIX y actualmente se desarrollan sin problema.
No obstante, el boxeo y el fútbol fueron
condicionados a reformarse para que los volvieran a incluir en la sociedad
moderna. La tauromaquia española, francesa e hispanoamericana ha reflejado una
postura reacia al cambio, desdeñando la posibilidad de pasar al lado incruento
como ya hacen en suelo lusitano.
Es posible que la abolición no represente un
completo golpe de muerte a las corridas. Pudiera beneficiarlas a largo plazo si
los taurinos dejan de lado la soberbia y le quitan a la fiesta los elementos en
los cuales el astado es lastimado (excepto el puyazo del picador, por razones
ya explicadas).
Ver en la prohibición la oportunidad de evolucionar y ser mejor, es un paso que debe
considerarse.
Hasta la próxima.